domingo, 13 de febrero de 2011

CAMINO AL COLEGIO


Entrábamos a la nueve de la mañana, pero antes muchos de nosotros tomábamos una humeante y calentita taza de Colacao con algunas galletas Fontaneda.
Unos minutos antes, en el patio, aún teníamos tiempo de corretear por todas partes hasta que sonaba el silbato del profesor Ramón Ballarín. Ese sonido agudo y persistente nos colocaba a todos en posición de firmes, perfectamente alineados en la pista de baloncesto. Solo cuando hubiésemos marcado la distancia con relación al niño de delante, nos hubiésemos estado quietos y en silencio, podríamos comenzar a entrar cada uno en sus aulas. Si alguien corría, recibía inmediatamente un sutil golpe seco con los nudillos en la cabeza, al que llamábamos capón. Si el alumno persistía se le podía llevar de la oreja, o quedarse sin el preciado recreo, lo cual era toda una tragedia.
El tiempo del patio era algo así como un bien sagrado, y perderlo, era lo peor que nos podía ocurrir, bueno lo peor era que se enterara tu padre. 
El Colacao nos había dejado plenos de energías que ni siquiera sentados, podíamos estarnos quietos. Los pupitres eran de un color verde como la ropa militar y tenían tantas capas de pintura que todas sus esquinas se habían redondeado, eran unos pupitres de dos asientos con una tapa de madera que sosteníamos con la frente mientras trasteábamos en su interior. Los muebles eran antiguos ya que aún conservaban el agujero para el tintero, cuando en realidad todos nosotros escribíamos con los bolígrafos BIC. Unos de color gris, azul o negro, si los dejabas mucho rato del revés se salía la tinta poniéndolo todo perdido, en cambio cuando se enfriaban había que frotarlos entre dos manos como unos neardenthales intentando hacer fuego.
Mucho antes de los maravillosos estuches de colores y rotuladores Carioca, la mayoría de nosotros utilizábamos una caja de madera con pequeños compartimentos llamada Plumier. Las libretas de caligrafía eran de la marca Rubio y se denominaban ejercicios de trazos, en los que con un lápiz había que seguir unas líneas de puntos que daban forma a las letras y las palabras. Después aprendimos ha escribir entre dos líneas,toda una proeza, que muchos ya han olvidado al juzgar por sus ilegibles escritos.

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