martes, 10 de mayo de 2011

CHURRO, MEDIA MANGA…


Imagen tomada del Museo Virtual de viejas fotos. 20 minutos

De todos los juegos en los que participábamos durante el recreo; si tuviera que redactar un listado de los más brutales, sin duda éste podría encabezar la lista de los peores.
La velocidad, la fuerza del salto y la caída a lomos de otros alumnos eran proporcionales a sus dolores de espalda y contusiones varias.
No voy aquí ahora a detallar en que consistía el juego, ya que sobre ello existen innumerables páginas nostálgicas y documentales de la época, más bien quiero centrarme en lo que se sentía entonces durante su práctica.

Debo decir antes de nada, que jugábamos al churro con tal pasión e intensidad que muchos profesores lo prohibieron. La selección de los candidatos era cuidadosa, solo los más fuertes y resistentes para un espectáculo propio de los quarterbacks de la liga americana.

Al árbitro le llamábamos “la madre”. Era el único que debía mantenerse de pie y sin moverse, sujetando toda la fila de cinco potros salvajes. Una vez que ya habíamos saltado todos; los que soportaban nuestro peso, debían responder a una pregunta con tres opciones, si acertaban, serían ellos los que saltarían a continuación y si no, continuarían debajo todas las veces que fueran necesarias hasta que encontraran la respuesta:

-¿Churro, media manga o mangotero?. Adivina lo que hay en el puchero.

Saltar desde esa distancia y caer con todo el peso de nuestro cuerpo sobre los otros abatidos muchachos nos hacía sentir poderosos. En el fondo era un sentimiento mezquino.
Me pregunto por qué era tan popular este juego y lo cierto es que en la vida casi nunca he tenido tantas opciones como respuestas. Aprendí sin embargo que unas veces nos toca saltar y otras, agacharnos. Lo más divertido era lo primero, pero estar agachado y soportar, fue lo que realmente nos hizo más fuertes.



domingo, 8 de mayo de 2011

LA HORMIGA ATÓMICA



Lo más notable de este personaje de dibujos animados de nuestra infancia no era que fuese atómica, sino que se tratara de una simple hormiga.
Nosotros fuimos y nos sentimos tan pequeños como hormigas y lo verdaderamente atómico en nuestras vidas fue la capacidad que con el tiempo adquirimos para superar nuestros miedos.
Empezamos pronto a comprender que nuestro pequeño mundo de juguetes y rabietas no se parecía en nada al mundo real, el que había ahí fuera. Una sociedad de adultos y visionarios gobernado por el grotesco hombre del saco.
La peor pregunta que tuve que responder entonces fue: ¿Qué quería ser cuando fuera mayor?
La cuestión me enfrentó con el extraño concepto de que mi infancia de Peter Pan desaparecería un día como su huidiza sombra y que pronto tendría que tomar decisiones tan transcendentales, como confusas sobre mi arriesgado futuro.
Cómo podía saber un niño de doce años lo que quería ser dentro de cuatro décadas si a penas podía decidirse por el color de los calcetines o el sabor de las piruletas.
Hoy siempre llevo calcetines negros y nunca como piruletas, pero lo que he sido o lo que soy, ya no tiene nada que ver con mi infancia en la que un adulto me lanzó la idea de que yo podría decidir mi futuro.
El futuro es hoy; un tiempo descrito por los antropólogos y economistas modernos como crítico, repleto de precariedades económicas, despidos y deslealtades. Pocos adultos piensan en lo que querían ser, sino más bien en conservar lo que aún les queda, aunque se trate de un trabajo tedioso, mecánico o aburrido en una fábrica o en una oficina.
Por ello recuerdo a la hormiga atómica y el pequeño zumbido de su vuelo muy en el interior de mis oídos. Su diminuta voz amenazando a los malhechores, aún me llena de esperanzas.  Quiero recordar y sonreír con sus hazañas para, todavía creer que nosotros también los conseguiremos.

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