Cuando concluyó la dictadura, muchas personas se sentían perplejas y confundidas, aún no se sabía muy bien qué futuro nos esperaría, no solamente en un sentido amplio sobre: política, economía, bienestar o derechos y libertades, sino que, esa incertidumbre afectaría a todos los estratos de la sociedad hasta llegar a su núcleo: la familia o las sencillas vidas de una familia.
Éramos niños y no sabíamos nada sobre muchas cosas que ni siquiera nuestros padres nos podían explicar, pero había algo evidente; los tiempos estaban cambiando. No es que fuesen absolutamente mejores, pero sí distintos. En cierto modo, algunos conceptos habían cambiado profundamente, uno de ello fue el sentido de conformidad. ¿Por qué conformarse con cosas sencillas pudiendo adquirir muchas otras comodidades o artículos novedosos que podrían hacernos la vida más agradable?
Habíamos descubierto la cultura del consumismo y la revolución industrial lo haría posible. Todo lo que venía de fuera resultaba atractivo, desde una exprimidora de naranjas hasta un nuevo vehículo fabricado en Francia al que llamaban Tiburón. Nuevas tecnologías y aparatos modernos, que la publicidad y los anuncios televisivos ofrecerían como indispensables. Se acuñaron algunas extrañas palabras –anglicismos- en nuestro lenguaje tradicional: “Long Play”, “High quality”, “Power, Stand bye, Recording” “High Fidelity”, “
Esta última, la expresión: "High Fidelity", siempre me había chocado. ¿Por qué era necesario que algo exhibiera un título de altamente fiable, es que lo demás no lo era?, Es decir, si compraba un transistor –una radio-, ¿no podía fiarme de que funcionara correctamente a no ser que la etiqueta dijera "Alta Fidelidad"?.
La Vanguardia 20.12.1967
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Lo que intento contar es que en aquella época ya comenzamos a sentirnos engañados por conceptos y estrategias de mercado que lo único que pretendían era expoliar nuestros bolsillos. Pues bien, ya lo han conseguido y como consecuencia ya ha llegado la crisis.
La crisis comenzó cuando deseamos tener más cosas de las que necesitábamos.
Cuentan que en algunos bosques tropicales y pluviselvas, la captura de monos, se considera todavía hoy un rentable negocio a pesar de que se trata de una especie protegida. En Birmania, colocan vasijas de abertura estrecha sujetas a los árboles. En su interior, los frutos y semillas más apetecibles por los primates. Cuando el mono introduce su mano y atrapa el manjar, ya no quiere soltarlo.
La trampa no es la vasija, ni el fruto; sino la codicia.
Como había presentado Leopoldo Abadía en alguna de sus conferencias: “La crisis económica había sido primero una crisis moral”.
Gente sin valores, sin escrúpulos, ajenas a cualquier sentido moral iban a arrastrarnos a una situación que jamás habíamos imaginado cuando éramos niños. ¿Cómo podíamos suponer que viviríamos peor que nuestros padres?
Después de leer Julio Verne y seguir de cerca las películas de marcianos e invasores del espacio, pensábamos en los ochenta, que la llegada del 2.000, sería como el nuevo siglo de las luces. Los coches volarían igual que el Delorean de “Regreso al futuro” o acudirían a nuestra llamada como el coche fantástico y todo el mundo viviría mejor…, pero, no ha sido así.
Nos preguntaron qué querríamos ser cuando fuéramos mayores y como si de algún modo hubiésemos tenido la oportunidad de elegir imaginamos las ocupaciones más creativas y rentables posibles. Algunos chicos de mi edad habrían respondido que tener un trabajo normal y una vivienda digna serían suficientes.
Hubo un momento en mi vida en que creía que podría con todo, hasta que un niño me llamó señor para que le devolviera su pelota.
Un amigo, padre de dos hijos, se llevó a toda la familia a disfrutar del turismo rural a un pueblo de Navarra. Sin televisión, sin teléfono móvil, sin Playstation, ni la Wii, sin Facebook ni Smartphone ni Notebooks. Los hijos se sintieron como Australopithecus y la esposa perdió el hilo de las telenovelas, después llegó la ansiedad por no saber cómo terminaría su reality show preferido; si ella lo demandaría a él o le perdonaría en un programa en que todos hablaban a la vez y caminaban indignados por el plató profiriendo toda clase de groserías, improperios y aspavientos.
Se discutieron y dejaron al padre con su caña de pescar y el perro en medio de una región bañada por los manantiales que descendían de las cumbres, rodeada de primitivos bosques y poblada de casas con chimeneas y cucharas de palo. Dejaron a Juan en una casa de ocho habitaciones con establos, gallineros y buhardillas y subieron a un tren con destino a la civilización.
Recuerdo que en los setenta podías comprar un “sobre sorpresa” de 5 pesetas, su interior contenía unos 30 soldados de la II Guerra mundial o Apaches americanos y el 7º de caballería. Con ese puñado de fantásticos muñecos de plástico a escala, podríamos pasar horas y horas divirtiéndonos y no necesitábamos nada más que un suelo, 5 pesetas y toda nuestra imaginación.
Hoy creemos que necesitamos más cosas, aunque en el fondo seguimos careciendo de lo más importante. Cuando pienso que fuimos niños del pasado siglo, en el fondo siento que la memoria acorta las distancias. No puedo evitar dar una mirada nostálgica a los tebeos, baldufas, cromos y lápices de un escritorio imaginario en el que un día abandoné una hoja de libreta con mi nombre pensando que todo tendría el indeleble poder de la permanencia.
Los tiempos, los conceptos, los juguetes han cambiado, pero algo del niño que fuimos se asoma a veces, de puntillas, para observarnos atrapados en nuestro mundo de adultos aunque en el fondo lo único que ha pasado es que crecimos.
Durante este verano, la expedición científica Shelios quería llevar un mensaje a los glaciares de Groenlandia, el rotativo La Vanguardia lanzó un concurso titulado “Al polo norte”. El mensaje más significativo, dado su carácter ecológico, se depositaría en uno de los glaciares. Después de un caluroso mes de agosto, la frase ganadora ha sido: “Que la humanidad nunca pierda el norte”.
He pensado en la multitud de significados que me sugiere esta frase y aunque cada uno de nosotros puede llegar a sus propias conclusiones, lo cierto es que cuando éramos niños nadie nos explicó lo fácil que sería perder el norte.
El norte nunca ha sido –realmente- una flecha sobre un imán, sino algo parecido a la sensatez y el sentido común. En lenguaje de navegación náutica, si trazamos un vector al que llamamos rumbo de aguja; -la dirección en la que queremos ir- nos encontramos con un sorpresivo fenómeno natural llamado abatimiento: las corrientes, el viento, los obstáculos y el propio magnetismo terrestre siempre desvían a la embarcación del norte marcado. Queríamos ir hasta uno, pero estamos en ocho, y el espacio en el que nos hemos desviado se llama deriva.
La propia naturaleza nos enseña que perder el norte es como ir a la deriva.
Cuando éramos niños, lo teníamos todo bastante claro, nos habíamos marcado un rumbo, pero los problemas o decepciones, las frecuentes presiones de la vida nos hicieron dubitativos. ¿Hacia dónde?
Ojalá hoy, fuese todo tan sencillo como cuando éramos niños del pasado siglo, con un puñado de muñecos de plástico y todo un futuro incierto por vivir, pero nuestro.
Página web nostálgica de Rafel Castillejo en Zaragoza.
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